Si alguna vez se hiciera una encuesta imaginaria a los millones de fieles de esa religión universal conocida en nuestro castellano idioma como fútbol, y se les preguntara cual de las zonas de ese sagrado templo que es el rectángulo de juego es la más importante, seguramente casi nadie señalaría al circulo central del verde césped como su respuesta primera.
Sería una apuesta casi segura el afirmar que la inmensa mayoría de la feligresía futbolística señalaría el pequeño espacio que descansa al fondo de las redes como el sitio de más trascendencia dentro de la cancha. Y es que es allí, y con toda razón, que se decide en último término, el destino de cualquier partido.
Bajo esta premisa, la zona del círculo central es de las menos relevantes en ese universo paralelo que se constituye a lo largo de noventa minutos y un poco más, cuando el caso lo amerita. Dicho en otra forma, es una de las zonas más inútiles del campo de juego, que solo sirve en todo caso para señalar el inicio del mismo, así como para reponer el trámite del partido cuando se ha hecho presente, con toda la furia de que es capaz, el esperado dios gol.
No obstante, yo no podría estar más en desacuerdo con dicha percepción. Y no solo por la notoria circunstancia de que ese inmenso círculo central no haya sido puesto allí de adorno por nuestros queridos amigos ingleses allá por el año 1863, cuando se decidió uniformar en un solo reglamento las diversas modalidades de aquellos juegos con pelota que sus escuelas privadas venían jugando desde hacía ya algún tiempo.
Y es que, en efecto, y desde el punto de vista estrictamente reglamentario, el círculo central marca la distancia que debe tener siempre un jugador en relación a la pelota cada vez que se proceda a iniciar o a reiniciar el partido. La sagrada distancia de 9,15 metros que debe separar a cualquier rival del no menos sagrado balón cuando se proceda a cobrar una falta o un tiro de esquina, viene reflejada de manera perfecta en la distancia que corre desde el punto central que protege el sagrado círculo hasta el exterior de su perímetro. Ya por allí viene el primer y principal aporte del círculo central al desarrollo del partido.
Otro aspecto reglamentario en el cual cobra plena importancia ese círculo central, viene dado por el hecho de que cuando se acude a definir un juego por la vía de los lanzamientos de pena máxima, los jugadores encargados de tal difícil misión, deben estar colocados de manera obligatoria dentro del perímetro del círculo. Así, de esta forma, el despreciado círculo central pasa a ser el lugar de la desesperante espera y claro, el lugar del inicio de la más apoteósica celebración y por contrapartida, de la más lúgubre tristeza, dependiendo del desenlace.
Demostrada desde el punto de vista reglamentario, la utilidad de esa esfera inmensa que cubre el centro del teatro de emociones que constituye nuestra pasión, vayamos un poco más allá del librito de cánones y normas dictadas por los brillantes hombres de la rubia Albion y tratemos de ponerle al asunto un poco de sentimiento, materia prima sobre la cual se alimenta y sustenta el deporte más universal del planeta.
Bajo esta última premisa, el circulo central es y viene a representar la génesis de todo el universo futbolístico que cobrará vida a lo largo de esos sagrados noventa minutos en donde nada más existe y tiene importancia. Cualquiera que haya asistido a un campo de fútbol, bien sea desde el máximo privilegio de formar parte de los 22 guerreros que darán vida a una de las expresiones de raza y coraje más significativas del ser humano, o bien como meros observadores de tan excelsa lucha desde la subestimada comodidad de la tribuna, saben que existe un momento mágico, único e irrepetible, que tiene como principal protagonista a esa circunferencia que divide en dos partes iguales el maravilloso rectángulo de pasión y amor que constituye la cancha.
Es ese momento, justo antes de que suene el pitazo inicial, donde confluyen las esperanzas, las alegrías y los sueños de todos los involucrados en el ancestral espectáculo. En ese momento no hay equipo débil ni equipo fuerte, ni tampoco super estrellas o simples y anónimos jugadores. En esos pocos segundos que preceden al inicio del partido centenares, miles, millones de corazones laten a un mismo ritmo. En ese momento, todos podemos ser campeones mundiales. Es la magia del fútbol, que nace justo en ese círculo central, donde descansa la brillante pelota heredera de tantas otras que la precedieron en el solitario punto que señala el centro de todo lo existente. Por unos breves instantes, no existen guerras, problemas, enfermedades ni diferencias de ningún tipo. Lo único que une a las personas es la inacabable energía que confluye en ese círculo central.
Luego suena el pitazo inicial y el momento mágico da paso a la cruda realidad, no por eso menos mágica: la efervescencia del público y al sudor de los jugadores. Un nuevo partido ha nacido, parido desde las entrañas de esa zona circular que fue por breves segundos, cual madre tierra, receptora perfecta de la emoción humana multiplicada hasta el infinito y concentrada en ese sagrado círculo. El partido debe seguir creciendo y hacerse fuerte por sí mismo, llevando emoción, felicidad y la inevitable tristeza, según sea el caso, a los millones de feligreses que hoy plenan las tribunas y se multiplican por la magia de la televisión. Finalmente, deberá inexorablemente morir, porque el tiempo implacable no perdona y menos a esta danza universal de noventa minutos y un poco más.
El árbitro señala el final del partido y hacia el centro de la desolada circunferencia señala. Todo termina donde todo comienza. Jugadores y público dejan su aliento cansados de soñar, reír y llorar. El estadio se vacía y las luces se apagan. El inmenso silencio se hace dueño de todo alrededor, como si nunca hubiera existido nada allí.
Y sin embargo allí sigue y seguirá el solitario círculo central, esperando de nuevo el día, la hora y la oportunidad de llevar sobre su limitado espacio, así sea por unos breves segundos nada más, la esperanza y los sueños de todo un planeta.