viernes, 3 de diciembre de 2010

PEDACITO DE AMOR

Miró por enésima vez el reloj. Todavía no era hora. El tiempo pasa muy lento cuando lo que se requiere es rapidez. Para alguien como él, acostumbrado precisamente a todo lo contrario, a no tener nunca tiempo para nada, esta sensación de esperar es realmente extraña-¿Extraño? !Extraño es ese amor tuyo pana!!- le recordaba hace un par de días su compañero de trabajo Alejandro. Y no se equivocaba.

Siguió dando vueltas por su espaciosa oficina. Echó un vistazo a la ciudad que se reflejaba por la ventana. Observó el desesperante tráfico, propio de esa hora vespertina, y casi de manera inconsciente, se alegró de no estar allí atrapado a esa hora. De todas formas, un ejecutivo como él no puede ni siquiera soñar con salir de su trabajo cuando el sol está todavía tan brillante . Ese lujo se lo pueden permitir los mortales asalariados. No él. No el flamante Gerente Corporativo de la importante compañía internacional en la cual trabaja desde que era un simple estudiante.

Recordó su época de universitario. Tantos bochinches, sueños y amores. Tantas fiestas y alegrías. Inmediatamente cayó en cuenta que en realidad, todo eso podía haber formado parte de la vida de cualquier universitario, pero no la de él. Su recorrido por la Universidad fué de todo menos una fiesta. Siempre ambicioso, siempre estudioso, el único tiempo que no dedicaba a ser el primero de la promoción lo utilizaba en áquel restaurant donde fué mesonero un par de años, hasta que logró entrar en la importante compañía internacional como archivista. Y es que, a diferencia del resto de sus adinerados compañeros, el joven estudiante tenía que cubrir por su cuenta la media beca que tan generosamente le había otorgado la Universidad. Su padre hacía años que había dejado este mundo, y su pobre madre nunca estuvo en condiciones de ayudarlo, tan ocupada que estaba con su terrible adicción al alcohol.

No obstante, nunca se lamentó de nada de esto. En lo que a él concernía, siempre estuvo muy claro en lo que deseaba en la vida. Quería tener el mejor carro, la mejor casa, las mejores mujeres y la mejor ropa, punto. Si para eso hacía falta renunciar a las fiestas, a los amores universitarios, a los amigos, a la diversión y a todas esas tonterías que nada aportaban a su meta, pues se hacía y punto. No era nada tan complicado tampoco. Más de la mitad de sus compañeros universitarios verdaderamente lo odiaban, y el resto, sencillamente ignoraban a ese joven pretencioso, que utilizaba ropa tan barata y que se sentaba siempre en primera fila, sacando eso sí, las mejores notas de todo el aula.

La vida al final le dió la razón. Número uno de su promoción, fué rápidamente bombardeado por ofertas laborales de todos lados. Por cuestión de lealtad, pero también por el extraordinario salario que le ofrecieron, decidió permanecer en la importante compañía internacional donde empezó como archivista. Doce años después, ya con varios postgrados en su haber, con una cátedra en la Universidad y con un sólido prestigio profesional, estaba en la cúspide de su carrera. Vestía los mejores trajes, conducía los mejores vehículos y su casa estaba ubicada en uno de los lugares más exclusivos de la ciudad.

Volvió a mirar el reloj. No había caso. El mirarlo cada cinco minutos definitivamente no ayudaba a que el tiempo pasara más rápido. Un poco sorprendido, comenzó a notar ese nerviosismo propio que de un tiempo para acá lo invadía cada vez que se acercaba el momento de verla. Se rió para sus adentros. Decidió matar el tiempo bebiendo un trago del caro whisky escocés que le habían regalado uno de sus numerosos clientes. Al saborear el primer sorbo, se le vino a la mente el día de su boda. La espectacular Daniela, toda deseada y admirada. Cuando la vió entrar en la iglesia, vestida de blanco, precedida por un cortejo de 20 personas, supo sin ninguna duda que estaba presenciado el mayor error de su vida.

Daniela Van Bierden, una belleza de mujer, le había sido presentada por una compañera de la oficina en uno de los sitios de moda de la ciudad. Debió adivinar lo que se le venía cuando el primer comentario que le soltó, recién presentados apenas, era áquel que hacía referencia a lo decadente que se estaba convirtiendo ese lugar por el número cada vez mayor de "marginales" en el mismo. Pero el orgullo masculino, la vanidad de tener a ese portento de mujer al lado de él, le hizo olvidar rápidamente ese detalle, así como olvidar también el hecho de que la segunda pregunta que le hizo, después de conocerlo, fue preguntarle sin tapujos el monto mensual de su remuneración.

La farsa de matrimonio duró solo cuatro años. Después de ese período de tiempo, en el cual cada uno buscaba como hacerle la vida más imposible al otro, llegaron a la conclusión, de forma muy madura, de que al paso que iban terminarían uno en la cárcel y otro en el cementerio. Decidieron separarse y, claro, dividir todo aquello material que pudiera dividirse. Al final, y después de engordar las cuentas de varios bufetes de abogados, cada uno recuperó su libertad. Daniela se fue del país con el mismo novio que mantuvo durante todo el matrimonio, y él volvió a su antiguo penthouse, del cual, haciendo prudente caso de los consejos de sus abogados, nunca había prescindido.

Por fin el reloj parecía avanzar. Apuró el último trago de su segundo vaso de whisky y se dirigió al escritorio. Agarró su chaqueta de fina tela italiana y salió disparado hacia el pasillo de salida. Se despidió rápidamente de sus dos secretarias y les deseó feliz fin de semana mientras desaparecía detrás de las puertas del ascensor. Una vez en el vehículo, colocó su música favorita, se arregló un poco el cabello en el retrovisor y emprendió la marcha. Ya dentro de poco la tendría entre sus brazos.

Mientras el vehículo enfilaba en alta velocidad las avenidas de la ciudad, el corazón comenzaba a latir más fuerte. Las manos sudaban un poco frío. Recordó la primera vez que la vió. Allí conoció el amor a primera vista. Hasta ese momento, nunca creyó que tal cosa fuera posible. Ni siquiera sabía que era eso de amor. Su madre siempre fue una alcohólica, nunca pudo darle otra cosa que una leve sonrisa cuando no estaba ebria. Su padre solo le recordaba lo importante que era que sacara buenas notas en el colegio, eso sí, con una correa en las manos. Las mujeres que conoció anteriormente solo querían su dinero y él lo intercambiaba gustoso sólo por sexo. No tenía amigos, nunca le hizo falta uno.

Pero Andrea era diferente. Apenas la vió, supo que estaba irremediablemente perdido. Cuando le tocó la mano por primera vez, el corazón le latió tan fuerte que realmente le costó mantener la compostura que un gerente corporativo como él debe tener. No fué fácil conquistarla. De hecho, no estaba acostumbrado a ir detrás de ninguna mujer, pero con ésta tuvo que aplicar todo el manual de convencimiento para que ella apenas le dirigiera una sonrisa. Pero poco a poco se la fué ganando, hasta llegar a ese punto donde ambos se dan cuenta, de que uno no puede vivir sin el otro.

Comenzó entonces a imaginarse lo que haría con ella ese fin de semana. La llenaría de besos, de amor y de cariño. Ya había hecho reservaciones en un lugar especial que ella se moría por conocer. La contemplaría durmiendo a la luz de las velas, una de sus imágenes favoritas. La llevaría a comer a los mejores restaurantes. Le bajaría la luna si se lo pidiera.

Al lado de tanta felicidad, lo invadió también, el recurrente miedo de perderla algún día. De que ese amor se acabe. Porque en la vida, y él lo sabía muy bien, nada es para siempre. Sin embargo, siempre había escuchado que el amor verdadero todo lo puede, y en los ojos de Andrea, él veía, sin ninguna duda, amor sincero. Eso que nunca vió en los ojos de su madre, de Daniela o de ninguna otra mujer.

Aparcó el vehículo en el estacionamiento. Bajó a toda prisa y tocó la puerta de la lujosa casa. Una cara conocida le abre y saluda con un poco de desdén mientras le indica que ya Andrea baja. A los pocos minutos se escucha el taconeo de las escaleras, y él vuelve a sentir otra vez el corazón latiendo fuerte, las manos sudorosas y la boca reseca, pero ya no hay tiempo de nada. Una pequeña lágrima se escapa de sus ojos cuando los brazos de ella amarran su cuello y sus labios lo besan una y otra vez, al tiempo que pronuncia las palabras más hermosas que los oídos del exitoso gerente corporativo han escuchado en su vida:

-!Bendición papá!!!....


jueves, 2 de diciembre de 2010

BURLANDO AL DESTINO

Lo apretó fuertemente hasta casi romperlo. Caminó muy lentamente hacia el llamado "Mirador" del vecindario, se sentó en el borde del escalón y observó pensativa el atardecer que ya se venía. La ciudad entera se rendía a su mirada y la montaña lucía más verde que nunca, mientras el viento acariciaba suavemente su larga y despeinada cabellera. Una pequeña lágrima, casi imperceptible, recorría una de sus oscuras mejillas.

Ya no se acordaba de cuántas veces había temido este atardecer. Aunque la mayoría de su familia y de sus conocidos se habían cansado de repetirle que se olvidara de eso, que esas cosas no pasan. Ella siempre tan terca, siempre tan fastidiosa, insistía que sí, que era posible que algún día, todo eso podría suceder.

En su pequeña casa, una humilde estructura de cuatro paredes con techo de zinc, encaramada en el punto más alto de uno de los tantos cerros que bordean la ciudad, no había tiempo para atender las locuras imaginativas de la pequeña niña. Una madre solitaria, con cinco bocas que alimentar, no puede darse el lujo de estar escuchando tamañas tonterías. Saliendo de madrugada, limpiando dos casas de familia y una oficina por día, y regresando muy tarde en la noche, después de subir no menos de 500 escalones, la laboriosa señora no tiene tiempo de escuchar las visiones ni los cuentos de su hija más pequeña.

En su destartalada escuela, una pequeña casita un poco más grande que el resto de los ranchos que pueblan su vecindario, hace ya mucho tiempo que la soñadora joven es la única que asiste regularmente a la clase nocturna de la profesora Tibisay. El resto de los jóvenes hacía ya mucho que abandonaron las fórmulas matemáticas por las pandillas, las rumbas y el trabajo. La joven maestra la mira siempre con una mezcla de admiración y tristeza. Admira su constancia y ganas de estudiar, pero siente tristeza ante todas las limitaciones que el entorno le coloca a su aplicada alumna. Aún así, ella siempre se las arregla para aprobar con notas sobresalientes todas las materias que puede presentar, aunque eso no le vaya a servir para mucho claro. En ese barrio, la única forma que se tiene de salir de él es muriéndose. No hay otra.

En su sitio de trabajo, Titina, su compañera y amiga inseparable del barrio, trata de animarla para que se olvide de esas locuras que llenan la cabeza de la compinche. Desde que comenzaron a trabajar en la calle, primero pidiendo limosnas cuando eran más niñas, y luego, cuando ya no se tiene la inocencia de la infancia para subyugar la conciencia de las personas, vendiendo periódicos en una esquina, siempre actuó de manera extraña, nombrando lugares que ni sabía donde estaban, hablando de viajes que nunca había hecho, y mencionando personas que vaya usted a saber donde las conoció. Lo que era peor, es que no disfrutaba del reggaetón y jamás quiso acompañarla a las fiestas semanales de su primo, donde habían tantos tipos con quién bailar.

Josmar, su amigo de toda la vida, la ha escuchado siempre. No entiende muy bien la mayoría de las cosas de las que le habla, pero su cariño y lealtad siempre lo mantienen junto a su incomprensible amiga, a pesar de las burlas de los amigos. Siempre le ha parecido extraño esa manía de estar pidiendo libros usados y revistas viejas en su cumpleaños o navidad, en vez de aprovechar las dos únicas oportunidades que te da la vida de recibir algo, para pedir ropa de moda o zapatos de marca. Ni siquiera aquella vez que tuvo que caerse a golpes para defenderla del grupito de malandritos que quisieron quitarle uno de esos aburridos libros, el cual ni siquiera estaba escrito en el idioma que habla, Josmar pudo entender como un ser humano en esta vida puede perder tanto tiempo leyendo unas letras tan pequeñas que ni siquiera de beisbol hablan.

Ella vuelve a apretar con todas sus fuerzas el pedazo de papel que tiene en la mano. Otra lágrima se escurre por su mejilla cuando vuelve a ver, por enésima vez, el pedazo de papel que tiene sostenido. Incrédula, repite en voz alta, una y otra vez, su apellido y su nombre, escrito al lado de muchos otros, en una larga lista aparecida en el periódico de áquel inolvidable día.

Vargas, Julia. No había duda. Era ella. Su número de identificación lo certificaba. No podían haber dos. Desde que abrió el periódico a primera hora de esa mañana, supo que su vida había cambiado definitivamente. Su madre no tenía razón. Su adorada maestra Tibisay también se equivocaba y la pana Titina tendría que ir a más fiestas sin ella. Lo había logrado. Su nombre estaba allí, al lado de muchos otros jóvenes y no tan jóvenes, admitidos para el nuevo año académico en la mejor Universidad del país. Sus sueños, sus metas y su esfuerzo estaban ahora publicados en un pedazo de papel, que ella aferraba contra sí como si su vida dependiera de ello.

El Sol busca por allá más tierras. Es hora de descansar. La ciudad y el barrio de Julia poco a poco se van oscureciendo. La joven respira hondo, se pone de pie y observa a su alrededor, con aire triunfante y ojos brillantes. Su semblante es ahora el de otra persona, muy distinto al de la joven llorosa que hace unos minutos se había sentado en ese mismo lugar, observando quizás el último atardecer en su barrio por mucho tiempo. El autobús a la gran ciudad saldrá en dos horas, y ya es tiempo de ponerse en marcha. Recoge su pequeño equipaje , lleno de ropa usada y algunos libros, y emprende su camino sin mirar atrás. Sin despedidas, sin buenos deseos, sin nada. Sólo el fiel Josmar la espera abajo para acompañarla a la estación.

En silencio, con paso firme y decidido, ella había burlado al destino.