jueves, 2 de diciembre de 2010

BURLANDO AL DESTINO

Lo apretó fuertemente hasta casi romperlo. Caminó muy lentamente hacia el llamado "Mirador" del vecindario, se sentó en el borde del escalón y observó pensativa el atardecer que ya se venía. La ciudad entera se rendía a su mirada y la montaña lucía más verde que nunca, mientras el viento acariciaba suavemente su larga y despeinada cabellera. Una pequeña lágrima, casi imperceptible, recorría una de sus oscuras mejillas.

Ya no se acordaba de cuántas veces había temido este atardecer. Aunque la mayoría de su familia y de sus conocidos se habían cansado de repetirle que se olvidara de eso, que esas cosas no pasan. Ella siempre tan terca, siempre tan fastidiosa, insistía que sí, que era posible que algún día, todo eso podría suceder.

En su pequeña casa, una humilde estructura de cuatro paredes con techo de zinc, encaramada en el punto más alto de uno de los tantos cerros que bordean la ciudad, no había tiempo para atender las locuras imaginativas de la pequeña niña. Una madre solitaria, con cinco bocas que alimentar, no puede darse el lujo de estar escuchando tamañas tonterías. Saliendo de madrugada, limpiando dos casas de familia y una oficina por día, y regresando muy tarde en la noche, después de subir no menos de 500 escalones, la laboriosa señora no tiene tiempo de escuchar las visiones ni los cuentos de su hija más pequeña.

En su destartalada escuela, una pequeña casita un poco más grande que el resto de los ranchos que pueblan su vecindario, hace ya mucho tiempo que la soñadora joven es la única que asiste regularmente a la clase nocturna de la profesora Tibisay. El resto de los jóvenes hacía ya mucho que abandonaron las fórmulas matemáticas por las pandillas, las rumbas y el trabajo. La joven maestra la mira siempre con una mezcla de admiración y tristeza. Admira su constancia y ganas de estudiar, pero siente tristeza ante todas las limitaciones que el entorno le coloca a su aplicada alumna. Aún así, ella siempre se las arregla para aprobar con notas sobresalientes todas las materias que puede presentar, aunque eso no le vaya a servir para mucho claro. En ese barrio, la única forma que se tiene de salir de él es muriéndose. No hay otra.

En su sitio de trabajo, Titina, su compañera y amiga inseparable del barrio, trata de animarla para que se olvide de esas locuras que llenan la cabeza de la compinche. Desde que comenzaron a trabajar en la calle, primero pidiendo limosnas cuando eran más niñas, y luego, cuando ya no se tiene la inocencia de la infancia para subyugar la conciencia de las personas, vendiendo periódicos en una esquina, siempre actuó de manera extraña, nombrando lugares que ni sabía donde estaban, hablando de viajes que nunca había hecho, y mencionando personas que vaya usted a saber donde las conoció. Lo que era peor, es que no disfrutaba del reggaetón y jamás quiso acompañarla a las fiestas semanales de su primo, donde habían tantos tipos con quién bailar.

Josmar, su amigo de toda la vida, la ha escuchado siempre. No entiende muy bien la mayoría de las cosas de las que le habla, pero su cariño y lealtad siempre lo mantienen junto a su incomprensible amiga, a pesar de las burlas de los amigos. Siempre le ha parecido extraño esa manía de estar pidiendo libros usados y revistas viejas en su cumpleaños o navidad, en vez de aprovechar las dos únicas oportunidades que te da la vida de recibir algo, para pedir ropa de moda o zapatos de marca. Ni siquiera aquella vez que tuvo que caerse a golpes para defenderla del grupito de malandritos que quisieron quitarle uno de esos aburridos libros, el cual ni siquiera estaba escrito en el idioma que habla, Josmar pudo entender como un ser humano en esta vida puede perder tanto tiempo leyendo unas letras tan pequeñas que ni siquiera de beisbol hablan.

Ella vuelve a apretar con todas sus fuerzas el pedazo de papel que tiene en la mano. Otra lágrima se escurre por su mejilla cuando vuelve a ver, por enésima vez, el pedazo de papel que tiene sostenido. Incrédula, repite en voz alta, una y otra vez, su apellido y su nombre, escrito al lado de muchos otros, en una larga lista aparecida en el periódico de áquel inolvidable día.

Vargas, Julia. No había duda. Era ella. Su número de identificación lo certificaba. No podían haber dos. Desde que abrió el periódico a primera hora de esa mañana, supo que su vida había cambiado definitivamente. Su madre no tenía razón. Su adorada maestra Tibisay también se equivocaba y la pana Titina tendría que ir a más fiestas sin ella. Lo había logrado. Su nombre estaba allí, al lado de muchos otros jóvenes y no tan jóvenes, admitidos para el nuevo año académico en la mejor Universidad del país. Sus sueños, sus metas y su esfuerzo estaban ahora publicados en un pedazo de papel, que ella aferraba contra sí como si su vida dependiera de ello.

El Sol busca por allá más tierras. Es hora de descansar. La ciudad y el barrio de Julia poco a poco se van oscureciendo. La joven respira hondo, se pone de pie y observa a su alrededor, con aire triunfante y ojos brillantes. Su semblante es ahora el de otra persona, muy distinto al de la joven llorosa que hace unos minutos se había sentado en ese mismo lugar, observando quizás el último atardecer en su barrio por mucho tiempo. El autobús a la gran ciudad saldrá en dos horas, y ya es tiempo de ponerse en marcha. Recoge su pequeño equipaje , lleno de ropa usada y algunos libros, y emprende su camino sin mirar atrás. Sin despedidas, sin buenos deseos, sin nada. Sólo el fiel Josmar la espera abajo para acompañarla a la estación.

En silencio, con paso firme y decidido, ella había burlado al destino.











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