sábado, 25 de abril de 2015

LA PERTENENCIA

Cada vez que visito la casa de mi vieja hago exactamente el mismo comentario: “no entiendo cómo se puede jugar fútbol en ese potrero”. El comentario encuentra su contexto en la tradicional visita al privilegiado balcón del apartamento donde crecimos mis hermanos y yo, donde se consigue uno con una visión completa no solo de nuestro querido colegio de la infancia y adolescencia (San Agustín de El Marqués), sino de toda una panorámica del cerro Ávila que sería la envidia de un Armando Reverón. 

Mi sobrino adolescente, impertinente como solo se puede ser a la horrorosa edad de 16 años, me espeta con una sonrisa burlona que siempre que voy de visita hago exactamente el mismo comentario. Ciertamente, tiene razón, aunque no por eso deja de ser impertinente el carajito. 

 Pero es que creo que, más allá del típico e inevitable dejo de “adultez contemporánea” que va implícito en la constante repetidera de las cosas, y que parece que es de las pocas cosas que va en aumento a medida que se cumplen años, lo cierto es que es imposible para mí dejar de sentir que ese destartalado campo de fútbol, de una u otra manera, forma parte de mi propia vida, de mi propia esencia. Mi particular visión de la vida me hace denominarlo “sentido de pertenencia”. 

Precisemos nuevamente el contexto: se trata del mismo campo de fútbol donde ya un lejano día (martes, imposible olvidar ese tipo de días) llegué con unos escasos 7 años, de la mano de mi hermana mayor Raiza, a lo que sería mi primera práctica de fútbol. El amor fue a primera vista, sin duda. No solo eso, es el mismo campo donde me uniformé de futbolista por primera vez, donde jugué mi primer partido oficial de fútbol, donde anoté mi primer gol (contra el colegio Claret, cosas de la vida, el colegio donde estudió mi viejo y trabajó posteriormente una de mis hermanas); donde nos titulamos campeones del 3° Grado en la Semana Agustiniana en una célebre tanda de penales contra la odiada sección “B”; el mismo campo donde me dieron mi primera medalla. 

Eso sin mencionar que es el mismo campo de tantas travesuras con los panas de la infancia. También el de tantas conversas de culos y echaderas de vainas propias de la adolescencia. Es el mismo campo que, silente, observó y observa el paso de toda una generación, de niños a casi hombres, que durante más de 12 años pisaron y pisarán, de manera constante su ahora destartalada tierra. Y viniendo más acá, es el mismo campo donde mi impertinente sobrino también ha jugado fútbol por casi ya 10 años. 

Y tal vez él ahora no lo entienda muy bien, pero seguro que algún día entenderá esa pertenencia que se hace inherente cuando las personas se funden con un lugar para más nunca dejar de ser parte de él, sin importar años y distancias. Y es que son inamovibles del recuerdo el olor de su césped, la sensación de los tacos al pisarlo, el ruido de los balones de tantas prácticas y de los silbatos de los entrenadores, así como los hermanos de la vida que tuvimos el placer de compartirlo. Al final, soy parte, lo quiera o no, de ese rectángulo de juego. Como también soy parte del colegio, de sus salones, de su gente, de su escudo, de sus patios de recreo. Porque la pertenencia al final es eso: la extraña pero mágica e indeleble mezcla entre personas, sitios y momentos. 

Y la pertenencia está presente en todos los ámbitos que podamos imaginar: pertenencia a la familia, a una cuadra, a una universidad, a una ciudad, a un país. Yo soy Rodríguez no solo porque eso dice mi cédula, sino porque mi alma y mi esencia está impregnada en las cuatro paredes de la casa donde crecí con mis hermanos; y soy ucabista no porque mi título diga que tengo un grado en Derecho de esa universidad, sino porque mis sueños, mis esfuerzos, mis alegrías y una que otra arrechera también forman parte indeleble de esos edificios. Y soy caraqueño no porque haya nacido acá, sino porque acá besé por primera vez a una mujer y porque no habrá lugar en el mundo donde pueda volver a experimentar esa misma emoción. 

Tambien es esa pertenencia la que funciona como una especie de imán que, hagamos lo que hagamos, y cualquiera que sea el destino al que eventualmente nos lance la vida, nunca nos dejará olvidarnos de esos lugares con lo cual nos hemos mezclados y del cual formamos parte. Y no importa que tan lejos estemos o que tanto tiempo se pase sin verlos: nunca dejaremos de sentirlos como propios, ni en esta vida, y me atrevo a decir, en la próxima que nos espera. 

Por eso es que no habrá caso conmigo, para burla de mi querido sobrino impertinente. Seguramente la próxima vez que visite la casa de mi vieja, nuevamente voltearé a ver el destartalado rectángulo que guarda tantos momentos de mi vida, y traeremos de vuelta, aunque sea por un momento, a aquellos buenos amigos con los que compartimos literalmente, tanta “sangre, sudor y lágrimas” y una que otra maldad propia de la edad. 

Y con un dejo de intencionada soberbia, que tratará de disimular la inevitable y evidente nostalgia, volveremos a repetir la consabida frase: “no entiendo cómo se puede jugar fútbol en ese potrero”. 





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