El frío se extendía por todo el lugar. Los vientos soplaban fuertemente y la temperatura iba en franco descenso. Escuchó en alguna radio pórtatil que ese invierno iba a ser uno de los más fuertes en mucho tiempo. Esa noticia no le contentó mucho, máxime cuando acababa de quedar literalmente en la calle y no tenía ningún amigo cercano en 300 kilómetros a la redoma.
-¡¡Y pensar que en mi casa lo más frío que hay son los helados de fruta que vende el señor Flores!!-pensaba Alfonso mientras se cubría con los restos de algún periódico viejo en ese pequeño espacio del tren. El joven comenzó a recordar el cálido sol que bañaba regularmente su pueblo, la gente vestida sólo con pantalones cortos y franelillas. El olor de las palmeras mezcladas con la arena de playa. El tibio y verde mar en el que solía refrescarse de tanto calor en horas del mediodía. El cabello negro de Sofía.
Su leve ensoñación se vió interrumpida por el ruido del tren que comenzaba a partir. Lo esperaba un viaje de unas cuatro horas a esa lejana ciudad cuyo nombre no podía pronunciar. Sólo, sin equipaje, sin dinero y sin dignidad, Alfonso partía de lo que había sido "su hogar" en los dos años anteriores, totalmente derrotado. No encontró la fortuna que le habían prometido sus reclutadores. No iba a ser la famosa estrella deportiva que áquel señor con acento extraño se cansó de venderle a su padre. No habían grandes patrocinadores, ni la gente haría cola para que les firmara una foto.
Sólo hubo una desafortunada lesión, provocada por un rival de unos dos metros más alto que él y con 40 kilos de sobrepeso. A partir de allí, y luego de que el médico le hiciera un gesto a áquel señor con acento extraño, todo cambió para el joven. De repente, ya no tenía acceso a esa linda profesora que le enseñaba áquel raro idioma. Tampoco pudo seguir asistiendo a ese inmenso colegio con un jardín del tamaño de su pueblo. Sin saber muy bien por qué, el señor con acento extraño, que había sido como un segundo papá para él, ya no lo quiso más en su casa. Realizó una llamada y lo puso en el primer tren que salía esa noche. Le dió una dirección, un número de teléfono, unas monedas para comer y desapareció en la fría noche, tan rápido como había llegado, a su casa, a su pueblo y a su vida, hace dos años.
En el pequeño compartimiento del tren, evidentemente el más económico de todo el viaje, Alfonso trataba de conciliar un poco el sueño, pensando en el nombre y en la dirección de la persona que, según le habían dicho, se encargaría de ponerlo en un avión directo a su casa. Cansado, hambriento, con frío y completamente solo en un tren y en un país extraño, el joven soltó varias lágrimas pensando en cómo le había fallado a sus viejos, a sus amigos y a su pueblo. Él iba a ser el encargado de colocar a áquel pueblito costero olvidado de Dios en el mapa. Luego, con el dinero que seguramente ganaría, ayudaría a construir una escuela más grande, donde los alumnos de la profesora Ximena no tuvieran que preocuparse cuando lloviera por las goteras del techo, ni los pacientes que visitaban al doctor Pedroza tuvieran que rezar para que no faltara algodón en el consultorio médico.
Nostálgico, se acordó de que en las poquitas cosas que traía encima, se encontraba su armónica. Regalo de su padre cuando cumplió 7 años, Alfonso la conservaba como un tesoro. Aprendió a tocarla junto al músico del pueblo, Ermenegildo, con el cual se encontraba todas las tardes después del colegio, para tocar, en la orilla de la playa, y con las respectivas aguas de coco,todas esas melodías que sabían y olían a ese pequeño paraíso perdido en la costa venezolana.
Sin mucho pensar, y para escaparse un poco del hambre y del frío que hacía en el compartimiento, sacó su armónica y comenzó a tocar, una por una, todas esas melodías de mar verde, de palmeras gigantes, de empanadas de cazón, de vuelos de cometa. A medida que Alfonso tocaba, iba percibiendo como el hambre lo iba dejando tranquilo, y el frío retrocedía un poco, como si aquella melodía fuera capaz de hipnotizar incluso al más fuerte de los climas.
En eso estaba, cuando abruptamente entraron al compartimiento tres hombres adultos. Un poco pasados de bebidas, terminaron en ese lugar porque ya se estaban convirtiendo en un problema para el resto de los pasajeros. Los encargados de seguridad del tren, siempre celosos del orden, presumieron que el alegre trío seguramente se encontraría más cómodo en áquel viejo compartimiento, el más económico de todo el tren, y que en ese viaje en particular, sólo estaba ocupado por un joven mestizo que había subido en la última estación.
Al entrar, los caballeros, sin inmutarse por la presencia de Alfonso, siguieron apurando las numerosas botellas de vino y hablando en voz alta en ese idioma que el joven, mal que bien, pudo aprender a lo largo de dos años en ese frío lugar. Alfonso optó por subirse a la única litera que tenía el pequeño compartimiento, y, de nuevo, buscó conciliar un poco el sueño.
Pero los ruidos de los tres caballeros, con cada trago que ingerían, iba en aumento. Alfonso se comenzó a revolver insistemente en la cama, dando por sentado que en esas condiciones jamás podría descansar un poco. Esto continuo a lo largo de casi una hora, hasta que uno de los caballeros, reparando finalmente en el joven, le habló en tono casi inintelingible:
-¡Ey muchacho! ¿Quién eres tú y de donde vienes?- Preguntó el primer caballero, curioso del aspecto físico del joven, tan diferente al del resto de las personas de por esos lados.
Alfonso, un poco temeroso, se limitó a responderle que venía de un pueblito muy lejos de allí. Los otros dos caballeros se incorporaron y comenzaron a animarlo para que se les uniera y hablara un poco con ellos. El joven, titubeando un poco, saltó de la litera y se unió al animado grupo. Rechazó con cortesía el trago de alcohol que le habían ofrecido, sin embargo, comenzó , en el rudimentario idioma que había aprendido en dos años, a echarles todo el cuento de como había terminado en ese tren. Una vez terminado, los caballeros estaban profundamente conmovidos con el relato de Alfonso.
- ¡Este mundo está lleno de sinverguenzas!!- refunfuñó el primer caballero, con una expresión de rabia contenida.
- ¡No es justo lo que han hecho con este muchacho!!-dijo el segundo, claramente dolido..
- ¡Una historia lamentable!!- confirmó el tercero, chocando el vaso contra la mesa.
Después de contada la triste historia, y que Alfonso recibiera con mucho agrado un poco de pan frío que uno de los caballeros llevaba en sus bolsillos, otro de los alegres acompañantes reparó en la armónica del joven, por lo cual lo invitó a que les tocara algunas canciones, para pasar de manera más agradable el viaje. Alfonso, agradecido por ese pequeño pedazo de pan, que para él equivalía a un banquete, no lo pensó dos veces, y de manera inmediata, comenzó a tocar todas esas melodías con sabor a mar, olas y arena, caúsando el éxtasis en los conmovidos caballeros:
-¡Excelente melodía!!!- afirmó el primero.
-¡Extraordinario sonido!!!!- gritó el segundo.
-¡Sencillamente conmovedor!!!- asintió el tercero.
Y a medida que Alfonso terminaba una melodía y empezaba otra, los caballeros comenzaron a tirarle algunas monedas y billetes. El joven no entendió mucho al comienzo, pero no le desagradó la idea de tener algo de dinero para cuando llegara a su destino. Áquel hombre con acento extraño que lo había dejado abandonado en la estación del tren, sólo le dió unas monedas que le alcanzaron para un refrigerio y una botellita de agua, y no tenía por qué esperar mejor suerte con la persona que lo iba a montar en un avión de regreso a su tierra. Así que el hecho de tener un pequeño capital como ése que estaba consiguiendo por sus melodías, era dentro de todo, una bendición para él.
Así que, entre melodía y melodía, los caballeros realmente se entusiasmaron con el joven. Evidentemente influenciados por el alcohol, el parrandero grupo animaba una y otra vez a Alfonso a que continuara con su "concierto", mientras billetes y monedas iban de un lado a otro. Finalmente, después de un largo rato, el joven se vió obligado a parar. Sus pulmones tampoco eran de hierro. Un fuerte aplauso del trío con las consiguientes felicitaciones fueron el colofón perfecto.
Pasado el rato de éxtasis musical, Alfonso se despidió respetuosamente de sus nuevos amigos y , recogiendo su pequeña fortuna de billetes y monedas, les dijo que ya era hora de descansar, porque le esperaban unas horas muy arduas. Agradeció muy respetuosamente el gesto de los caballeros y se volvió a acurrucar en la pequeña litera.
Pero en realidad Alfonso no podía conciliar el sueño. Sólo contaba una y otra vez los fajos de billetes y las monedas que inesperadamente había recibido en ese momento. Con ellos, no llegaría con las manos vacías a su pueblo. Tendría algo que llevarle a su viejo y a su casa. No sería mucho, pero seguramente con ese dinero se podría comprar algo más en el mercado y tal vez ayudar en algo a la escuelita del pueblo. No todo era tan malo.
Una vez contado y requecontado el monto de dinero que había recibido, Alfonso ahora sí trató de conciliar un poco el sueño, ya más relajado y con menos frío que dos horas antes. Pudo percibir también, que los alegres caballeros ya no hacían tanto ruido, sino que conversaban a un nivel más bien bajo, aunque audible a los oídos del joven. Pudo escuchar de esta forma, que los caballeros estaban hablando de los distintos lugares que habían visitado en el Mundo, y en un momento determinado, se pusieron a hablar de Venezuela, diciendo y expresando toda clase de barbaridades y burlas sobre la tierra de Alfonso.
- ¡ Un país sucio!!!- Dijo el primer caballero...
- ¡Una nación salvaje!!!- Gritó el segundo...
- ¡Llena de ladr....!!!!- afirmaba el tercero...
Quiso decir "llena de ladrones" pero no pudo, porque un montón de monedas comenzó a caer encima de la mesa donde hablaban los tres caballeros. Éstos, impresionados y furiosos, dieron vuelta hacia donde estaba la litera, donde los volvió a recibir otro manojo de monedas y billetes, mientras que el joven Alfonso les decía:
- Por favor, no lo tomen a mal, pero aquí les devuelvo sus monedas y billetes..¡¡¡Yo no acepto limosna de quiénes insultan a mi Patria!!!...
-¡¡Y pensar que en mi casa lo más frío que hay son los helados de fruta que vende el señor Flores!!-pensaba Alfonso mientras se cubría con los restos de algún periódico viejo en ese pequeño espacio del tren. El joven comenzó a recordar el cálido sol que bañaba regularmente su pueblo, la gente vestida sólo con pantalones cortos y franelillas. El olor de las palmeras mezcladas con la arena de playa. El tibio y verde mar en el que solía refrescarse de tanto calor en horas del mediodía. El cabello negro de Sofía.
Su leve ensoñación se vió interrumpida por el ruido del tren que comenzaba a partir. Lo esperaba un viaje de unas cuatro horas a esa lejana ciudad cuyo nombre no podía pronunciar. Sólo, sin equipaje, sin dinero y sin dignidad, Alfonso partía de lo que había sido "su hogar" en los dos años anteriores, totalmente derrotado. No encontró la fortuna que le habían prometido sus reclutadores. No iba a ser la famosa estrella deportiva que áquel señor con acento extraño se cansó de venderle a su padre. No habían grandes patrocinadores, ni la gente haría cola para que les firmara una foto.
Sólo hubo una desafortunada lesión, provocada por un rival de unos dos metros más alto que él y con 40 kilos de sobrepeso. A partir de allí, y luego de que el médico le hiciera un gesto a áquel señor con acento extraño, todo cambió para el joven. De repente, ya no tenía acceso a esa linda profesora que le enseñaba áquel raro idioma. Tampoco pudo seguir asistiendo a ese inmenso colegio con un jardín del tamaño de su pueblo. Sin saber muy bien por qué, el señor con acento extraño, que había sido como un segundo papá para él, ya no lo quiso más en su casa. Realizó una llamada y lo puso en el primer tren que salía esa noche. Le dió una dirección, un número de teléfono, unas monedas para comer y desapareció en la fría noche, tan rápido como había llegado, a su casa, a su pueblo y a su vida, hace dos años.
En el pequeño compartimiento del tren, evidentemente el más económico de todo el viaje, Alfonso trataba de conciliar un poco el sueño, pensando en el nombre y en la dirección de la persona que, según le habían dicho, se encargaría de ponerlo en un avión directo a su casa. Cansado, hambriento, con frío y completamente solo en un tren y en un país extraño, el joven soltó varias lágrimas pensando en cómo le había fallado a sus viejos, a sus amigos y a su pueblo. Él iba a ser el encargado de colocar a áquel pueblito costero olvidado de Dios en el mapa. Luego, con el dinero que seguramente ganaría, ayudaría a construir una escuela más grande, donde los alumnos de la profesora Ximena no tuvieran que preocuparse cuando lloviera por las goteras del techo, ni los pacientes que visitaban al doctor Pedroza tuvieran que rezar para que no faltara algodón en el consultorio médico.
Nostálgico, se acordó de que en las poquitas cosas que traía encima, se encontraba su armónica. Regalo de su padre cuando cumplió 7 años, Alfonso la conservaba como un tesoro. Aprendió a tocarla junto al músico del pueblo, Ermenegildo, con el cual se encontraba todas las tardes después del colegio, para tocar, en la orilla de la playa, y con las respectivas aguas de coco,todas esas melodías que sabían y olían a ese pequeño paraíso perdido en la costa venezolana.
Sin mucho pensar, y para escaparse un poco del hambre y del frío que hacía en el compartimiento, sacó su armónica y comenzó a tocar, una por una, todas esas melodías de mar verde, de palmeras gigantes, de empanadas de cazón, de vuelos de cometa. A medida que Alfonso tocaba, iba percibiendo como el hambre lo iba dejando tranquilo, y el frío retrocedía un poco, como si aquella melodía fuera capaz de hipnotizar incluso al más fuerte de los climas.
En eso estaba, cuando abruptamente entraron al compartimiento tres hombres adultos. Un poco pasados de bebidas, terminaron en ese lugar porque ya se estaban convirtiendo en un problema para el resto de los pasajeros. Los encargados de seguridad del tren, siempre celosos del orden, presumieron que el alegre trío seguramente se encontraría más cómodo en áquel viejo compartimiento, el más económico de todo el tren, y que en ese viaje en particular, sólo estaba ocupado por un joven mestizo que había subido en la última estación.
Al entrar, los caballeros, sin inmutarse por la presencia de Alfonso, siguieron apurando las numerosas botellas de vino y hablando en voz alta en ese idioma que el joven, mal que bien, pudo aprender a lo largo de dos años en ese frío lugar. Alfonso optó por subirse a la única litera que tenía el pequeño compartimiento, y, de nuevo, buscó conciliar un poco el sueño.
Pero los ruidos de los tres caballeros, con cada trago que ingerían, iba en aumento. Alfonso se comenzó a revolver insistemente en la cama, dando por sentado que en esas condiciones jamás podría descansar un poco. Esto continuo a lo largo de casi una hora, hasta que uno de los caballeros, reparando finalmente en el joven, le habló en tono casi inintelingible:
-¡Ey muchacho! ¿Quién eres tú y de donde vienes?- Preguntó el primer caballero, curioso del aspecto físico del joven, tan diferente al del resto de las personas de por esos lados.
Alfonso, un poco temeroso, se limitó a responderle que venía de un pueblito muy lejos de allí. Los otros dos caballeros se incorporaron y comenzaron a animarlo para que se les uniera y hablara un poco con ellos. El joven, titubeando un poco, saltó de la litera y se unió al animado grupo. Rechazó con cortesía el trago de alcohol que le habían ofrecido, sin embargo, comenzó , en el rudimentario idioma que había aprendido en dos años, a echarles todo el cuento de como había terminado en ese tren. Una vez terminado, los caballeros estaban profundamente conmovidos con el relato de Alfonso.
- ¡Este mundo está lleno de sinverguenzas!!- refunfuñó el primer caballero, con una expresión de rabia contenida.
- ¡No es justo lo que han hecho con este muchacho!!-dijo el segundo, claramente dolido..
- ¡Una historia lamentable!!- confirmó el tercero, chocando el vaso contra la mesa.
Después de contada la triste historia, y que Alfonso recibiera con mucho agrado un poco de pan frío que uno de los caballeros llevaba en sus bolsillos, otro de los alegres acompañantes reparó en la armónica del joven, por lo cual lo invitó a que les tocara algunas canciones, para pasar de manera más agradable el viaje. Alfonso, agradecido por ese pequeño pedazo de pan, que para él equivalía a un banquete, no lo pensó dos veces, y de manera inmediata, comenzó a tocar todas esas melodías con sabor a mar, olas y arena, caúsando el éxtasis en los conmovidos caballeros:
-¡Excelente melodía!!!- afirmó el primero.
-¡Extraordinario sonido!!!!- gritó el segundo.
-¡Sencillamente conmovedor!!!- asintió el tercero.
Y a medida que Alfonso terminaba una melodía y empezaba otra, los caballeros comenzaron a tirarle algunas monedas y billetes. El joven no entendió mucho al comienzo, pero no le desagradó la idea de tener algo de dinero para cuando llegara a su destino. Áquel hombre con acento extraño que lo había dejado abandonado en la estación del tren, sólo le dió unas monedas que le alcanzaron para un refrigerio y una botellita de agua, y no tenía por qué esperar mejor suerte con la persona que lo iba a montar en un avión de regreso a su tierra. Así que el hecho de tener un pequeño capital como ése que estaba consiguiendo por sus melodías, era dentro de todo, una bendición para él.
Así que, entre melodía y melodía, los caballeros realmente se entusiasmaron con el joven. Evidentemente influenciados por el alcohol, el parrandero grupo animaba una y otra vez a Alfonso a que continuara con su "concierto", mientras billetes y monedas iban de un lado a otro. Finalmente, después de un largo rato, el joven se vió obligado a parar. Sus pulmones tampoco eran de hierro. Un fuerte aplauso del trío con las consiguientes felicitaciones fueron el colofón perfecto.
Pasado el rato de éxtasis musical, Alfonso se despidió respetuosamente de sus nuevos amigos y , recogiendo su pequeña fortuna de billetes y monedas, les dijo que ya era hora de descansar, porque le esperaban unas horas muy arduas. Agradeció muy respetuosamente el gesto de los caballeros y se volvió a acurrucar en la pequeña litera.
Pero en realidad Alfonso no podía conciliar el sueño. Sólo contaba una y otra vez los fajos de billetes y las monedas que inesperadamente había recibido en ese momento. Con ellos, no llegaría con las manos vacías a su pueblo. Tendría algo que llevarle a su viejo y a su casa. No sería mucho, pero seguramente con ese dinero se podría comprar algo más en el mercado y tal vez ayudar en algo a la escuelita del pueblo. No todo era tan malo.
Una vez contado y requecontado el monto de dinero que había recibido, Alfonso ahora sí trató de conciliar un poco el sueño, ya más relajado y con menos frío que dos horas antes. Pudo percibir también, que los alegres caballeros ya no hacían tanto ruido, sino que conversaban a un nivel más bien bajo, aunque audible a los oídos del joven. Pudo escuchar de esta forma, que los caballeros estaban hablando de los distintos lugares que habían visitado en el Mundo, y en un momento determinado, se pusieron a hablar de Venezuela, diciendo y expresando toda clase de barbaridades y burlas sobre la tierra de Alfonso.
- ¡ Un país sucio!!!- Dijo el primer caballero...
- ¡Una nación salvaje!!!- Gritó el segundo...
- ¡Llena de ladr....!!!!- afirmaba el tercero...
Quiso decir "llena de ladrones" pero no pudo, porque un montón de monedas comenzó a caer encima de la mesa donde hablaban los tres caballeros. Éstos, impresionados y furiosos, dieron vuelta hacia donde estaba la litera, donde los volvió a recibir otro manojo de monedas y billetes, mientras que el joven Alfonso les decía:
- Por favor, no lo tomen a mal, pero aquí les devuelvo sus monedas y billetes..¡¡¡Yo no acepto limosna de quiénes insultan a mi Patria!!!...