El auditorio truena bajo el ruido de los aplausos. El público de pie, en un teatro cualquiera de un país extranjero, deja el alma en sus enrojecidas manos en señal de eterna gratitud y admiración hacia ese prodigio de la música que, de la manera más humilde, casi avergonzada, sale a saludar al escenario. Ha sido otra noche exitosa en la vida de la superestrella del momento, del más grande talento musical surgido en los últimos tiempos.
El grito atronador de la madre saca al muchacho de su imaginativa contemplación. La orden maternal lo obliga a voltear su mirada y su mente hacia el cuaderno de ecuaciones, el cual está casi tan blanco como el cabello de la abuela sentada en un rincón de la sala, quien observa la escena ya tantas veces vista, al ritmo del ir y venir de su mecedora.
Y de nuevo comienza el jaleo de siempre. Por un lado la madre, ya en pleno estado de histeria, intentaba hacerle entender que esa bendita guitarra no era la que lo iba a sacar de abajo algún día, sino que eran los libros y el estudio lo único que podrían garantizarle un futuro mejor. Por el otro lado, el niño, con su guitarra bajo la silla de estudio, insistiéndole que lo único que quiere hacer, es tocar y crear música, no entender y resolver números que por más que trata, no le entran en la cabeza.
Y la abuela que solo contempla. Antes solían pedir su opinión. Ahora ya ni eso. Finge refugiarse en la revista de manualidades que todos los días intenta leer, mientras escucha los argumentos irrefutables de la madre indicándole a su pequeño vástago que solo una educación como la que él estaba recibiendo le podría asegurar ser un hombre de bien, tanto para su familia como para la sociedad. Que para ser cualquier cosa en la vida, incluyendo una estrella musical, debía entender y aprobar todos los exámenes de ecuaciones que tuviera que presentar.
La abuela realiza un pase fingido de página mientras escucha de nuevo la defensa de su nieto. Para ser un niño tan joven, se expresa con mucha propiedad y firmeza. Entiende que debe estudiar, solo le pide a la madre que trate de comprender que no es fácil para él el realizar ciertas cosas. Que está pasando por una etapa donde siente muchos cambios, tanto internos como externos. Que últimamente se siente un poco distraído y que ya no le está dando tanta repulsión la niña del piso 7.
Y al final sale el humo blanco. El niño entiende que es alguien afortunado por tener una madre que trabaja de sol a sol para darle esa oportunidad en la vida que millones de seres semejantes a él no tienen. Hace un esfuerzo supremo y se sumerge en sus cuadernos de números extraños y hostiles. Acepta que tendrá que bailar pegado con ellos un buen tiempo, si quiere algún día vivir y morir por su guitarra y por su música. La madre logra entender, una vez más, que su pequeño niño ya no lo es tanto. Que está entrando en una etapa crucial en su vida y que debe armarse de mucha paciencia y serenidad.
La ya relajada madre abandona la pequeña sala. El niño logra, después de un tiempo, salir invicto de su pelea a muerte con las ecuaciones. Cierra el cuaderno y agarra su guitarra. Un acorde aquí, un acorde allá. Mira de reojo a la anciana abuela sentada en una esquina y le regala la más agradecida de sus sonrisas. La abuela le pide que le toque una canción y el nieto la complace. La mujer de pelo blanco cierra los ojos y tararea al ritmo de la dulce melodía que producen las manos de aquél niño, invadiendo cada rincón de la pequeña casa.
La anciana abre los ojos al término de la canción y observa a ese niño ya convertido en adolescente, con su guitarra bajo el brazo, despidiéndose de ella con un beso en la frente. La abuela le da la más cariñosa de las bendiciones y le recuerda que no debe llegar tarde, porque hay que estudiar para el examen de Historia. El adolescente asiente y sale disparado por la puerta de la vida, de esa vida que apenas lo espera, y que le muestra un mundo de tantas novedades, de tanta música, de tantas emociones.
La abuela lo observa a lo lejos, esbozando una sonrisa, mezcla de orgullo y felicidad. Nadie le ha preguntado claro, porque últimamente nadie lo hace, pero ella lo sabe. Ella lo sabe porque conoce el mundo y ha visto mucho de este lado del plano. Y jamás se equivocaba con estas cosas. Sólo le pide a Dios un poco más de vida para poder ver en vivo y directo lo que el fondo de su corazón conoce con absoluta certeza.
Vuelve a su ir y venir en la silla mecedora y, mientras va cerrando los ojos y tatareando una dulce melodía, va llegando poco a poco a un auditorio que truena bajo el ruido de los aplausos. El público de pie, en un teatro cualquiera de un país extranjero, deja el alma en sus enrojecidas manos, en señal de eterna gratitud y admiración...
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