Soy un fanático a carta cabal del deporte. Vengo de una familia eminentemente deportiva donde mi abuelo paterno fué uno de los fundadores de la Liga Criollitos de Venezuela (El maltrecho Estadio de Beisbol de la no menos maltrecha Urbanización Palo Verde lleva el nombre de "Luis Rodríguez" en honor a tan insignie pariente); y mi papá y todos mis tíos jugaban beisbol y softbol religiosamente cada sabado y domingo hasta que la barriga y los años no los dejaron hacerlo más. De igual forma, mi hermano y mis primos, todos excelsos jugadores de beisbol.
Por supuesto que conmigo trataron de repetir la dosis del guante y el bate, pero como siempre, yo, llevandole la contraria a todo el mundo hasta sin quererlo, me las ingenié para literalmente "huir" del campo de beisbol del colegio San Agustín la única vez que intentaron llevarme a una práctica de este juego. Debo confesar que ese ruido del bate de aluminio con la pelota de beisbol no me sonaba del todo agradable a la tierna edad de 6 años. Total que nunca me convenció ese deporte y al final, como que no hubo mas remedio que llevar a la "oveja negra" de la familia a practicar ese deporte tan ajeno a la Rodriguera como lo es el fútbol. El resto es historia.
Pero sea beisbol, fútbol o bolas criollas, lo importante, en el caso de esta pequeña síntesis de historia familiar, es el gusto que a uno le inculcaron desde pequeño por la actividad deportiva. Gusto que por supuesto, equivale a una pequeña cucharada de algo que se prueba por primera vez. De que ese sabor se mantenga en tu gusto personal o no, ya dependerá de tí. Lo importante es darle al niño esa primera cucharada. Lo demás, ya vendrá por tí solo.
En mi caso particular, más allá de la innegable tradición y estirpe familiar y de los ya conocidos beneficios que la actividad deportiva produce en el cuerpo y en la mente humana, el gusto por el deporte viene sazonado por otras circunstancias que, definitivamente, nunca me dejan despegar los ojos de un buen encuentro deportivo, cualquiera sea la disciplina de la que se trate. Factores que quizás escapan de lo que regularmente observa la gente común y corriente, pero vamos, cualquiera que me lee y que me conoce, sabrá a ciencia cierta que en mi caso, los adjetivos "común y corriente" no son totalmente aplicables.
Entonces, en esa visión no tan común y corriente, yo encuentro que cualquier actividad deportiva no es solo esa actividad física realizada bajo ciertas reglas, sino que trato de irme más allá, y termino entendiendo entonces que una de las razones por las cuales siempre seré un fanático del deporte es porque el mismo es, definitivamente, una pequeña pero perfecta y clara muestra, de lo que es en realidad la vida humana: un largo camino lleno de todo tipo de acciones y omisiones, de tomas de decisiones, de triunfos y derrotas, de sudores y lágrimas, de alegrías y de llantos, de sueños y frustraciones.
El deporte deviene así en un pequeño símil que refleja de manera casi perfecta lo que cada persona vive y pasa a lo largo de su vida. Y dependiendo de la situación particular que uno esté viviendo en determinado momento, siempre podrá encuadrarse en cualquier disciplina deportiva. Esto no es nada nuevo. Basta con observar cualquier película de cine que incluya en su trama alguna disciplina deportiva, para confirmar como muchas veces el deporte ha sido sinonimo de sentimientos, de vida, de tristezas, de enseñanzas y de finales tristes y no tan tristes.
Entre esos deportes que han servido para reflejar en cierto momento el estado de ánimo de cualquier persona, uno de mis favoritos es el boxeo. Sí, no es precisamente la disciplina deportiva mas elegante ni estética que exista. En él no hay mucha clase como en la esgrima, tampoco hay tanta emoción como en el fútbol, pero sin embargo, con ese toque de sacrificio, de rudeza,de brutalidad que a veces que se observa en el cuadrilatero, se produce uno de los mejores símiles que se puedan hacer con ese otro ring de combate permanente que es el día a día en la vida de una persona.
Imaginense la escena. En una esquina solitaria de un cuadrilatero se encuentra un boxeador, cansado, golpeado y jadeando a la altura del round 10, llevando golpe parejo del rival que se encuentra al otro lado del ensogado. En realidad, ese peleador solo quiere quedarse sentado allí y no pararse más nunca. Sin embargo, la campana suena, y tiene que pararse y seguir un round más. Respira hondo, se coloca el protector bucal, y se levanta (porque sencillamente no tiene otra salvo tirar la toalla y rendirse) a seguir cayendose a piña limpia con su adversario. Ése adversario que se ríe de él, que lo golpea donde sabe que es más débil, que solo busca tumbarlo a punta de golpes, que no para nunca hasta que el desgraciado ese se caiga, que se burla de él, que lo engaña.
Y allí está el peleador, recibiendo uno y otro golpe. Tratando de responder con todas sus fuerzas, pero que va. El físico no da ya para mucho más. Un gancho de derecha más y trastabillea. Pero no cae. El rival sigue acercandose y ahora sí, convencido de que está a punto de nocaut, aprieta el acelerador y se va con todo sobre su humanidad. Los locutores deportivos se preguntan a cada rato que demonios es lo que mantiene en pie a ese pobre hombre. Ni él mismo lo sabe, pero allí está, manteniendote firme. Viene otra combinación de izquierda y derecha, y zas!!..esa no la vió nuestro héroe venir. Cayó, y parece que ahora sí de manera definitiva.
Su adversario comienza a bailar sobre el ensogado, convencido de que de allí no se para. Los aficionados del estadio celebran también, total, el que baila es el campeón invicto y el otro no es más que un simple retador salido de la nada. Y nadie se apunta con perdedores. El árbitro comienza el conteo. El mismo entrenador del retador le dice que no se pare, que ya ha sufrido suficiente castigo. Que se quede en el piso.
Y allí está el salido de la nada, desesperado buscando las sogas para levantarse. El conteo del árbitro ya va por siete. Y entonces sucede: en su búsqueda desesperada, el retador consigue una de las cuerdas del ring, y empuja con todas sus fuerzas hacia arriba. Está de pie de nuevo. El público calla y su rival, atónito, ha dejado de bailar. El árbitro se le acerca, y es entonces cuando el peleador levanta sus guantes como señal de que no está vencido, de que puede seguir un round más. De que todavía hay pelea.
Y como queda esta pelea imaginaria?? seguramente la misma tendrá alguna decisión, bien sea porque se produzca un nocaut, o bien porque llegue a su punto final y sean los jueces los que decidan. Pero seguramente a ese retador salido de la nada, lo menos que le importa es la decisión final de la pelea. Ese boxeador solo quiso llegar de pie hasta el campanazo final, llegar hasta el inevitable fin del combate sin tirar la toalla. Después que decidan otros, pero si pierde no será porque él no peleó hasta el final.
En este punto, ¿no cabría preguntarse entonces, si la vida a veces no se nos presenta como una autentica pelea de boxeo? no es acaso la Vida ese rival formidable, todopoderoso, invencible y campeón invicto, que nos golpea y nos golpea, y nos vuelve a golpear, justo allí donde más nos duele?. ¿No somos nosotros ese retador salido de la nada, cansado y golpeado en una esquina, sin ganas de salir para el siguiente round? ¿No se convierte nuestra existencia a veces en ese cuadrilatero, lleno de ruidos ensordecedores, donde nos golpean una y otra vez y donde ni siquiera podemos mantener la guardia arriba?
Yo he sido muchas veces ese boxeador que recibe piñas y más piñas. Mi camino en la vida muchas veces se transforma en ese peleador feroz que una vez que me vé trastabillando, apura el paso y me lanza esa combinación mortal que me tumba. Que me deja tirado en el suelo, deseando que el conteo del árbitro llegue rápido a 10 para no tener que pararme nunca más.
Pero también he sido ese boxeador que una vez en el piso, busca desesperadamente las cuerdas para levantarse. Muchas veces he escuchado a mi entrenador diciendome que renuncie, que ya me han golpeado mucho y que me quede en la lona. Pero no le hago caso, busco las sogas, apoyo fuertemente mis brazos y me impulso hacia arriba. Y allí estoy de nuevo, de pie. Vuelvo a la pelea. La Vida, que en ese momento bailaba encima mío celebrando, para su paso en seco, y voltea, incredula, hacia mí. El público guarda silencio. El árbitro se me acerca y entonces sucede otra vez, LEVANTO MIS GUANTES, en señal de que claro que sí, de que puedo seguir otro round más. Y allí vamos de nuevo.
Y es que muchas veces, la Vida nos toma como pera de boxeo. Nos golpea y nos golpea. A unos más que otros, pero me parece que ese es un cuadrilatero del cual nadie se salva. Tarde o temprano, las circunstancias, las acciones, las omisiones, nos obligan de nuevo a subir a ese ensogado, a ver a ese campeón invicto que muchas veces no queremos ver, y a caerse a golpes con él, porque sencillamente, tal como el boxeador en su pelea, no tenemos otra cosa que hacer.
Cuantas veces podré seguir levantando los guantes? no lo sé. Llegará el día en que no podré ni siquiera levantarme de la lona, o salir de la esquina a pelear el siguiente round. Y es que La Vida puede llegar a ser un adversario formidable, campeón invicto durante muchos años. Pero, mientras el cuerpo y la mente, y sobre todo, el corazón aguanten, seré ese retador salido de la nada, por el que nadie apostó un medio, que no busca ganarle o noquear al campeón, lo único que busca es llegar al final de la pelea de pie, sin terminar de rodillas, sin tirar la toalla. Seguramente llegará ese día, pero no hoy. Hoy me coloco el protector bucal y me levanto de mi esquina, espero el ruido de la campana y voy hacia adelante, confrontando mi camino, levantando los guantes...
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