El niño observa el ir y venir de las olas. Sabe que ya no puede volver a entrar a ese mar tan azul que durante horas lo acogió y lo arrulló con su incomparable ternura. Siente los ojos de sus padres justo en su espalda y sabe que cualquier intento de volver a irradiar su infantil cuerpo con las sales marinas de esa agua milagrosa, será severamente sancionado. No obstante, un dejo de esperanza se deja entrever entre sus inocentes ojos. Él sabe que llegará el día en que podrá entregarse por horas y horas a ese primer amor, sin que exista persona en el mundo que se lo pueda impedir. Solo debe esperar.
El adolescente enciende un cigarrillo. Evidentemente fuma a escondidas. Todavía presenta algunos efectos de la mediana intoxicación alcohólica que voluntariamente se ha proveído. Mira al infinito mientras piensa en ella. Tiene años conociéndola y ya es hora de que le diga lo que siente. Ese año termina el bachillerato y no puede dejarla ir sin por lo menos decirle que la ama, que siempre la ha amado y que no hay momento en que no piense en ella. Que monta en celos apenas ella le menciona el nombre del fulano novio y que hasta un poema dedicado a ella le ha escrito. Moja sus pies en la orilla y deja escapar una sonrisa. Para bien o para mal, ha decidido que será su corazón, y no su mente, el que tomará las riendas de este asunto.
El hombre de edad media camina a lo largo de la playa. Observa como el sol busca allá más tierras, como cada atardecer. Le recuerda su búsqueda personal, esa búsqueda que siempre asimiló a una simple fórmula matemática pero que la vida se ha empeñado en demostrarle que no, que no siempre dos más dos son cuatro. Se descubre un poco aterrado, sin saber a donde va, pero en el fondo de su ser sabe que todo esto no son más que tonterías. Detiene su caminata y se sienta en la arena. Sus ojos se posan fijamente en esas olas que rompen en la orilla mientras su alma le va repitiendo, una y otra vez, que ciertamente él conoce el camino a donde quiere llegar, y entiende que lo único que debe hacer es ponerse en marcha, sin importar un carajo lo que piense el resto del mundo.
El anciano sólo observa sentado con su bastón en la mano. De vez en cuando cierra los ojos para escuchar con mayor fuerza el ruido de las olas. Sabe que le queda poco tiempo. Los doctores no le han dado ningún atisbo de esperanza para su enfermedad. No la necesita tampoco. Los doctores ignoran muchas cosas. El anciano conoce su cuerpo. Él sabe que hundir sus pies descalzos en esa arena le hacen mayor bien que todas esas pastillas y tratamientos en frías y solitarias clínicas. Respira hondo y abre sus ojos. Vuelve a mirar de nuevo las aguas marinas que lo arrullaron cuando era niño. Se acerca a la orilla y vuelve a mojar sus pies como siempre lo hacía cuando era un enamorado adolescente, y comienza a caminar, con paso dificultoso, a lo largo de la playa donde tantas veces caminó en su adultez.
Y de nuevo sucede el milagro. Ese milagro mezcla de esperanza, amor, terror y fortaleza que ha sido su vida entera. El anciano vuelve a escuchar, como tantas veces lo hizo, el ruido de las mareas del atardecer que le hablan, que le dicen que todo estará bien, que todavía tiene la esperanza del futuro. Que todavía está a tiempo de que sea el corazón el que tome las riendas de este asunto, y que solo necesita ponerse en marcha en el camino que él mejor que nadie conoce.
El anciano para su caminata. Respira y sonríe, mientras observa a lo lejos a un niño mirando fijamente el ir y venir de las olas, con una mirada de esperanza que se deja entrever entre sus inocentes ojos...
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